
Cuando leemos los testimonios legales más antiguos que conocemos, como el derecho sumerio, identificamos bajo el manto de instituciones y prácticas exóticas, elementos reconocibles, invariables con el transcurso de los siglos, que constituyen la sustancia de aquello a lo que decimos "derecho": los deberes y las obligaciones, los bienes propios y los ajenos, los castigos y las multas, las relaciones familiares, la libertad y la sumisión a las autoridades.
Así, en la investigación teórica del derecho podemos dirigir nuestra mirada a los fenómenos superficiales, idiosincráticos de un tiempo y de un país [quid sit iuris], o bien a la sustancia universal del derecho, que es la misma siempre y en todo lugar: esto es la naturaleza del derecho [quid sit ius]. Así planteado, nuestra indagación de qué es el derecho demanda una respuesta sub specie aeterni, aunque sean muchos los juristas y filósofos que de diversos modos hayan respondido a lo largo de la historia humana.
Dice Santo Tomás que lo natural es inmutable, e idéntico para todos [illud enim quod est naturale est immutabile, et idem apud omnes], y es así en todo tiempo y lugar [oportet quod sit semper et ubique tale], pero advierte también que la naturaleza del hombre es por el contrario mudable, porque a veces su voluntad se pervierte [quandoque contingit quod voluntas hominis depravatur] (2-2 q.57, a.2). Por eso diremos que el derecho, visto desde la cosa misma [ex ipsa natura rei], no cambia y siempre es el mismo, aunque las relaciones humanas sean inconstantes y mudables.
La multiplicidad de ideas y opiniones sobre el derecho, que nacen de la inconstancia del pensamiento humano, pudiera hacernos creer que es el objeto mismo, el derecho, lo que muda y cambia. Pero confundimos así las palabras con los conceptos. El pensamiento de Santo Tomás será para nosotros una buena guía para conocer el derecho perenne, si estamos dispuestos a reconocer un concepto universal del derecho que recorre los siglos.